“Vida solo hay una, tallas hay muchas”, “Vinimos a este mundo a ser felices, no flacos”, “Mejor gordo que dé risa, y no flaco que dé lástima”. Dichos, refranes, bromas, nunca faltó con qué justificar.
Lo cierto es que, casi todo el tiempo, fui un niño gordo, hasta que entré en la secundaria y dejé de serlo, para convertirme entonces en un puberto gordo, que después dio paso a un adolescente gordo, y así me la fui llevando hasta llegar a ser un adulto, ya bien embarcado en la crisis de la middle age, evidentemente gordo.
Nunca me aficioné al alcohol o a las drogas. Sin darme baños de pureza, podría decir que tuve guiños experimentales sumamente pasajeros y meramente recreativos con una de ellas, y que me sobran dedos de una mano para contar las veces que perdí la consciencia por una borrachera, pero eso sí, desde los 8 años de edad, mis 10 taquitos con una coca, resultaban una cuota imperdonable y casi ritual de cada semana, así como mis colaciones vespertinas de frituras de harinas o papas fritas, o mis copiosas cenas diarias. Podría decir directamente que yo he sido un foodjunkie.
Si me pongo a hacer memoria, creo que mi subida de peso, coincidió en tiempos, con la separación y divorcio de mis padres, y por supuesto que no me quiero poner a aventar estúpidamente culpas para todos lados, pero definitivamente hubo un descontrol, al menos en esa parte de mi vida. Por lo demás, el segundo y a veces primer lugar en aprovechamiento académico de toda la escuela, cuadro de honor, coro, ballet folclórico, orador oficial de todos los festivales, ganador de algunos concursos cuento infantil. Definitivamente el niño que siempre estaba a la vista de todos los demás, y debido a mis dimensiones corporales que iba ganando (hasta en eso ganaba), cada vez se podría decir que aún más a la vista.
Cuando eres un niño gordo, no tienes muchas opciones de arquetipos para representar. Puedes ser el chamaco tímido medio menso que sigue a algún bravucón, o el chamaco bravucón que se hace seguir por un puño de tímidos medio mensos, o el chiquillo chistoso que se luce contando chistes y mostrando su hambre casi todo el tiempo o el escuincle nerd con un pequeño toque de imprudente e irreverente que en realidad lo hace más por sabelotodo que por mala leche. Yo era de estos últimos.
Por supuesto que, al ser un niño “modelo” (qué paradójico resulta el término en contraste con la otra acepción de esa palabra) recibía mucha atención, pero era sobre todo de los adultos que estaban al pendiente de mis logros. Por parte de la mayoría de mis contemporáneos, con intereses en deportes o vagancias que implicaban poder salir huyendo rápidamente o darse de chingadazos con otros chicos o montar aparatos con ruedas, que nunca logré dominar, había más bien una especie de rechazo, o al menos yo sentía, un rechazo muy grande, que incrementaba mi necesidad de aprobación que parecía no tener saciedad, ni emocional, ni física.
Con el tiempo, bastaría con reforzar el autoestima, para lograr que ese tipo de detalles parecieran perder importancia. Asegurarse de creer que el físico no importa, que lo realmente importante es lo de adentro y no la apariencia, incrementar la confianza basado en las capacidades intelectuales y no las físicas, convertirse en un pequeño higadito que no se preocupara por cómo se veía, mientras que, el otro higadito, se iba llenando de grasa poco a poco y ese sí que realmente no se veía.
Llegando a los años de la adolescencia, tuve algunos breves guiños con los gimnasios, o las dietas que, por momentos me ayudaban a bajar de peso, pero de inmediato, la motivación se diluía en salsas de torta ahogada o en burbujeantes coca colas que se llevaban todo lo obtenido, en menos tiempo del que había costado lograr esos cambios, así que llegué a reafirmar que sería más importante fortalecer el carácter que el cuerpo. Justificaciones nunca faltaron.
¿Apodos? Los que se les ocurran, Bolita, Tortu, Buda o un largo etcétera. Muchos de ellos nunca pegaron porque simplemente no les hacía caso. Bien decía Cortázar que, si querías que algo fuera tuyo, lo nombraras, y yo no iba a dar permiso de ser de nadie, si no me parecía suficientemente original para poner apodos. Así que por ese lado no hubo mucho que pudieran hacer.
¿Bromas? Me las sé casi todas, y a todas respondía con risas o denigrándome yo aún más, a niveles lastimeros tan profundos y suicidas, que un emo se habría sentido incómodo a mi lado, por lo que, ya no sé di debido a la lástima o al respeto, la gente dejaba de intentar joderme por ese lado.
¿Inseguridades? Jamás. Al menos no públicas. Ciertamente podía pasar mucho tiempo en casa poniéndome y quitándome ropa, mentándome la madre y sintiendo desprecio de mi propio cuerpo por no estar cómodo dentro de él, incluso pensando más de una vez en hacerle daño, mucho daño, pero en cuanto salía no mostraba un ápice de eso, con la voz, la mirada, el porte, ocultaba la verdadera emoción. No podía permitir que se notara eso que vivía estando solo conmigo mismo, el carácter fortalecido hacia afuera, aunque por dentro realmente no. El vacío que no encontraba saciedad.
Francamente, no había nada que, al parecer, pudiera parar esa sensación de que no pasaba nada, por encimita cuando menos, porque muy en el fondo de mí, quizá escondido por debajo de muchas capas adiposas o moviéndose aletargadamente entre torrentes cargados de colesterol, algo parecía decirme que no todo iba muy bien en realidad.
Debí de haberlo notado con esas visitas a la enfermería, que se volvieron una constante entre abril y mayo, cuando el calor comenzaba a subir y mi cabeza punzaba en las sienes como si quisiera estallar, mientras la mirada se me ponía ligeramente borrosa. En esos momentos, me tomaban la presión y, por supuesto, salía con niveles bastante altos, por lo que me permitían volver a casa con la consigna de ir a revisarme, lo que me obligaba a pasar de regreso a casa, a visitar alguna sucursal donde alguna botarga vestida de médico, que alguna vez quiso ser presidente, estuviera saludando niños y retando adolescentes a bailar, solo para recibir algunas dosis de Losartán que me aliviaran durante algunos días, con la muy ligera recomendación de que cuidara mi peso.
Me tomaba las pastillas unos cuantos días, solo para después continuar aquello que yo llamaba, mi vida normal, hasta que al siguiente año me ocurría lo mismo, y yo, como buen estadista, o haciéndome pendejo, le echaba la culpa al calor.
Otra señal inequívoca, debió haber sido la vez que, tras dormir en un colchón inflable que tenía una pequeña fuga, amanecí con un dolor de espalda que me obligaba a caminar como si le hubiera ayudado al Pípila a cargar su loza varios kilómetros, hasta quemar cada puerta de cada maldita alhóndiga de Guanajuato. En ese entonces, una semana después de comenzar a sentir el dolor, y tras recurrir a un huesero, una farmacia de doctor botargo y hasta a una masajista que intentó curarme prendiendo unos inciensos y haciendo unos rezos bastante extraños, mientras me ponía la punta de su índice derecho en mi lumbar y la punta de su pulgar izquierdo en la coronilla, sin lograr obviamente más que una divertida anécdota que en otro momento narraré a detalle, terminé al final buscando un ortopedista de verdad.
Después de radiografías, estudios de sangre, orina y una resonancia electromagnética en la que apenas cupe en el cilindro, el doctor determinó hernia de disco, ocasionada, sí, adivinaron, por el peso excesivo que mi columna cargaba.
Medicina para el dolor, y rehabilitación, me permitieron tener de nuevo movilidad adecuada y llevar mi vida más o menos normal sin necesidad de cirugía, pero la consigna era clara, “Señor, tiene que bajar de peso”.
Comenzaba ya a escucharlo de voz de médicos, pero algo dentro de mí, mi instinto de conservación, (conservación de la estupidez, por supuesto) me seguía diciendo, que no, que aún estaba todo en orden, que no había necesidad de preocuparme todavía.
Es difícil darse cuenta de que algo está mal, cuando una situación es tratada de manera pasivo agresiva por la sociedad. Cuando, por un lado, es motivo de bromas, de burlas, de “carrilla sana”, pero inmediatamente después, se viene el “no te agüites”, “todo es broma”, “el físico no es lo más importante”, y entonces la incapacidad de sentirse saciado, se junta con los dobles mensajes y las ganas de verse o sentirse mejor.
Llegó, sin embargo, el día en que un nanoscópico bicho proveniente de una sopa de murciélago mal cocinada, viajó desde el otro lado del mundo, y en poco tiempo, puso en jaque a todo el planeta, amenazando con matar, principalmente a viejitos y a gordos. Al principio, yo pensaba, que no había bronca, yo no estaba viejito. Ya cuando se me pasó la pendejez y me entró el sentido común, me di cuenta de que estaba en la mira de los asesinos.
Al menos eso es lo que se decía, que debido a mis adicciones alimentarias, mi sistema inmunológico estaba comprometido, que, si me llegaba a contagiar del Covicho, debido a mis proporciones, me sería más difícil respirar, y encima, se aderezaba toda esta información con imágenes de gordos, conectados a respiradores, con sus abultados vientres subiendo y bajando penosamente para intentar insuflar un poco más de vida en sus dueños, que como yo, cuidaban la esencia más que la apariencia, y a veces ni eso.
Y, ¿sí sería cierto?, ¿No sería ahora una conspiración gordofóbica y viejitofóbica para asustarnos y obligarnos a bajar de peso? De verdad que un cerebro terco y engreído es la cosa más pendeja y peligrosa que existe.
Lo real es que, me mandaron llamar en el trabajo, preguntándome cómo iba con mi situación de la presión, tomando en cuenta que algunos años atrás había asistido a que me la tomaran ahí con resultados fuera de lo normal, “ah, verdad pinshi gordito. Ya te cacharon” pensaba mi yo racional. Y pues sí, de manera casi imperativa, el siguiente paso era hacerse un chequeo, lo cual me llevó al médico, al internista, al primer tipo que de frente y sin sobaditas de lomo me tiró tres verdadazos que en ese momento eran más que necesarios.
Es difícil olvidar la expresión de los ojos del doctor, que por encima del cubrebocas recorrieron los resultados de mis estudios solo para ponerlos sobre su escritorio mientras decía volteándome a ver.
– Esto es una mentada de madre, amigo.
– ¿De plano, doctor? ¿Están muy mal? Porque yo no me he sentido mal
– Ah, no. No se preocupe. Sígale, así como va, quizá un año y medio o dos más para que tenga su primer pre infarto y ahora sí, ya véngase con malestares, por favor.
Como buen amante del sarcasmo que soy, valoré mucho su ácida y puntual opinión, y me dejé conducir por él, modificando mis hábitos de alimentación.
No pan. Y me vale, la verdad es que nunca he sido demasiado fan de las cosas dulces, ni de panecillos o cosas del estilo, salvo las roscas de reyes, o panes de muerto, pero estábamos muy lejos de ellas. Aunque había pasado por alto que las tortas ahogadas y los Sándwiches se hacían con pan, ¡Chingadamadre!
No tortillas. ¡Los tacos! Ni hablar, venga, puedo y lo haré, no pasé tantos pinches años entrenando una actitud de morro mamón, para ahora venir a decir que no puedo.
No harinas, ni siquiera pastas o frituras. ¡No mame, doctor! Mejor ya máteme.
No refrescos. Sí bueno, eso ya lo imaginaba, ni modo, pinche coca, me encanta, pero pues sabía que ese romance no duraría toda la vida.
No azucares. Cero broncas, tampoco soy tan fan.
Que no me quite el café, que no me quite el café, que no me quite el café.
– ¿Café?, Claro que no, hombre. Tome todo el café que quiera. Siempre que no sea soluble ni le añada azúcar o leche, ni que fuera yo un monstruo para quitarle eso.
¡Bien!, Una victoria al menos.
La dieta se empieza en el mercado y en el super, eso lo he aprendido de hace algunos meses para acá. Siempre me ha gustado cocinar, viví 7 años solo y aprendí a hacerlo sin poner pretextos, pero ahora, he aprendido a comer más cosas verdes, a sazonar de formas más creativas, a ver pasar el pan, la pasta y las tortillas respondiendo a cada ofrecimiento con un “no como eso, gracias”, aunque me vean con cara de incredulidad.
Y después de más de 30 kilos, o menos de 30 kilos, mejor dicho, me veo ahora haciendo lo que alguna vez consideré más mamón, leyendo etiquetas, contando almendras, masticando hasta llegar al corazón de la manzana verde, porque la roja tiene más fructosa, agradeciendo los horribles sellos negros que tienen los productos en su empaque, y haciéndome más selfies que adolescente en baño de escuela, solo para reafirmar que ese soy yo, que sí estoy cambiando, que sí me gusta lo que veo, que mi salud está estable y mis laboratoriales lo garantizan, y que, aunque la saciedad no se ha calmado por completo, ahora trato de llenar el vacío con cosas diferentes, muchas de ellas incluso imaginarias.
Si en una de esas, comienzo a dar dentelladas a mi cordura y termino devorándola toda, por favor no olviden ir a visitarme alguna vez, pero no lleven nada para regalarme, a menos de que sea low fat, sugar free, gluten free, low carb, healthy food, fit bite, eco friendly, light, bio nature…